Un repaso a la historia, vida y tradiciones de nuestros antepasados.

sábado, 20 de junio de 2020

Una de romanos en Torrecilla

Si hay algo íntimamente ligado a Torrecilla en Cameros es su Cueva Lóbrega. Sin duda el paraje en donde se enclava, su tamaño, la mayor o menor importancia de sus formaciones geológicas, o su indudable atractivo turístico para los amantes de la espeleología, son una buena e ineludible excusa para la oportuna visita. Pero hay otro aspecto que la liga de forma todavía más fuerte con Torrecilla y sus gentes, su ocupación como hábitat por aquellos primitivos cazadores y recolectores que poblaban y sobrevivían a su resguardo.

Serán los descendientes de estos primitivos cameranos los que, con el transcurrir de los siglos, abandonarán la protección natural de esta y otras cuevas en las escarpadas paredes calizas y se irán asentando en las riberas del Iregua dando paso a las primitivas villas. Este cambio que duraría siglos es estudiado por arqueólogos e historiadores con la ayuda de los restos materiales que estos hombres de edades pretéritas dejaron en sus primitivas moradas.

La cueva debió estar presente en el día a día de los habitantes de Torrecilla desde los primeros momentos de la villa. Fue refugio ocasional o temporal de ganados, pastores y transeúntes, entre los que no debieron faltar gentes de mala vida que encontraban cobijo fuera de los ojos de las justicias locales.

Con el movimiento de la Ilustración del XVIII se comenzó a ver la naturaleza con otros ojos más allá de una fuente de recursos. La exploración, los descubrimientos, la catalogación de especies, se empezaron a hacer de forma más rigurosa y metódica. Entre estos primitivos científicos no faltaban los aventureros exploradores como el arquitecto logroñés Juan Antonio de Oteyza. En verano de 1786, mientras se encontraba dirigiendo unas obras en el convento de San Francisco, se adentró en Cueva Lóbrega dando una primera y somera descripción de lo allí existente publicándolo en la Gaceta de Madrid, antecedente del hoy Boletín Oficial del Estado.  

No vamos a entrar en este artículo a discernir sobre las excavaciones que desde mediados del XIX se fueron sucediendo con poca fortuna dado lo poco avanzado de la técnica arqueológica en aquellos tiempos. Estas excavaciones y sus interpretaciones posteriores han dado lugar a una amplia literatura sobre el hábitat antiguo de Cueva Lóbrega. Mencionemos sólo de pasada aquella primera excavación llevada a cabo por el francés Louis Lartet en 1866, auxiliado por el riojano Dr. Zubía, en la que apareció un cráneo humano, y que bien pudo servir de inspiración al autor unos años más tarde para el desenlace de la historia que aquí traemos.

Lo que hoy nos ocupa, poco tiene que ver con arqueología o espeleología, más bien con la literatura, en concreto, con la hoy de moda novela histórica. En esta ocasión quiero trasladar una bonita historia con la que me topé recientemente revisando periódicos y publicaciones antiguas.

El jueves 3 de abril de 1875, en su número 8, publicaba el diario El Globo un artículo del soteño Juan Vallejo, del que al final daremos unas breves notas biográficas. Era un diario recientemente fundado por Emilio Castelar, de ideología abiertamente republicana, como la del autor del artículo que nos ocupa.

El articulista utiliza el momento histórico de la guerra numantina (143-133 a.C.) para tejer un microrelato situándolo entorno a Cueva Lóbrega, que según el mismo, “es el lugar en que la tradición coloca el teatro de un antiguo y trágico episodio”.

Pese a aseverar que es una historia que en los Cameros es conocida, yo nunca antes la había escuchado entre los mayores de la familia. Más bien parece un relato ensalzando los valores de la patria aprovechando un pasado glorioso, independiente al poderoso invasor, de héroes nacionales, típico del movimiento cultural nacionalista de finales del XIX que recorrió Europa. Surgen los héroes nacionales como Vercingétorix en Francia, Boudica en Gran Bretaña, Arminio en Alemania, y por supuesto nuestro Viriato. Todos ellos son autores de grandes gestas contra el opresor romano, que necesariamente termina con la muerte y glorificación del héroe nacional.

En el marco de las postrimerías de las guerras celtíberas, la historia de Numancia y su trágico final es suficientemente conocida. Se había convertido en una piedra en las caligae romanas que aguantaba todo tipo de asaltos durante diez años. Harta ya Roma, que podía perder batallas pero nunca había perdido una guerra, decidió mandar a Publio Cornelio Escipión Emiliano, aquel que había conquistado y destruido definitivamente Cartago y nieto adoptivo de otro Publio Cornelio Escipión, el vencedor de Anibal en Zama.

Numancia, de Alejo Vera y Estaca (1881)

Decidido a cambiar de estrategia, se optó por un asedio total que acabaría en unos meses con el suicidio de sus habitantes ante lo que les esperaba con la inminente caída de la ciudad. En este periodo histórico se centra la narración que sigue.

Sin duda el señor Vallejo debía conocer la cueva y su entorno, aunque como veremos, no tenía muy buena opinión de Torrecilla, tal y como narra al comienzo de su artículo. Pese a ello, démosle un voto de confianza y leamos su historia con los ojos del siglo XIX, ya que se mezclan todo tipo de tópicos y recursos literarios que hoy nos son ajenos.

 

LA CUEVA LÓBREGA

En la provincia de Logroño, al S.O. de la capital, y en la parte de la sierra llamada Camero Nuevo, encuéntrase situada la pequeña población de Torrecilla.

Báñala el Iregua, que nace en el célebre pozo Urbión, y que, después de fertilizar los pintorescos valles de Viguera y Nalda, rinde tributo al caudaloso Ebro, cerca de la aldea y cuna de Zurbano, lamiendo las tapias de la Fombera, grato retiro del general Espartero.

Nada de notable encierra en sí Torrecilla, pues ni sus fábricas de papel alcanzan el grado de perfección que hoy esta industria requiere, ni su escasa agricultura y limitado comercio pueden comunicarle ese movimiento especial de los pueblos verdaderamente ricos.

Pero si la villa nada contiene digno de llamar la atención del viajero, el campo que la rodea ofrece a cada paso, no solo hermosísimos paisajes, sino que también algunos, como la cueva lóbrega, verdaderas maravillas.

En la margen izquierda del río, y a un cuarto de legua del pueblo, elévase un escarpado monte, en cuya falda, y a bastante altura, se ve un agujero, al que conduce una difícil y peligrosa senda. Es la entrada a la cueva lóbrega.

Una vez franqueado el estrecho paso, olvídanse las penalidades de la ascensión ante las bellezas que a la vista aparecen. Atrevidos arcos, esbeltas columnas, sitiales y lechos, tumbas y altares, flores y estatuas, en que la naturaleza ha sobrepujado al arte, y la constante gota de agua vencido al más hábil cincel; todo despidiendo, como un inmenso brillante, vivísimos reflejos, y destacándose iluminado sobre el negro fondo de la gruta: tal es el espectáculo que la cueva, ofrece al visitante.

No es, sin embargo, mi ánimo hacer una circunstanciada descripción de la cueva lóbrega, ni al nombrarla la tomé como objeto principal de este artículo, sino solamente como el lugar en que la tradición coloca el teatro de un antiguo y trágico episodio.

Hele aquí tal como en Cameros se relata:

Las legiones de Roma, mandadas por Escipión cercaban a Numancia, cuyos antiguos auxiliares, los que en los primeros sitios le hablan poderosamente favorecido, no osaban ya combatir al romano.


Los mismos cameranos, aquellos bravos pelendones, que, fieles a la amistad jurada, rompían una y cien veces el apretado cerco para llevar a los numantinos víveres, armas y hasta valerosos defensores, dominados al cabo por las numerosas legiones enemigas, velan, maldiciendo su impotencia, la esterilidad de sus pasados esfuerzos, y asistían mudos de asombro al grandioso espectáculo que ofrece siempre la agonía de un pueblo.


Un solo pelendón, un solo bandolero y pastor como Viriato, lleno de indomable amor a la independencia como el héroe lusitano, y como él dispuesto al sacrificio, prefirió sucumbir entre las ruinas de Numancia a presenciar resignado el triunfo del extranjero. Pero al partir para la ciudad sitiada donde le esperaba la muerte, los ojos del camerano se habían llenado de lágrimas y su valor desfallecido un instante.


Era que allí, bajo aquel techo que no volvería a ver jamás, quedaba su hija única, su vida, su gloria, el alma de su alma.


Y con razón lloraba el valiente amigo de Numancia, pues no era la muerte el mayor de los males que le amenazaban al partir: que el águila romana, al tender su vuelo sobre la sierra, vería acaso el nido de la blanca paloma y fijaría en ella su poderosa mirada.


Ni el sagrado recuerdo del anciano padre combatiendo por la patria, ni el odio innato al opresor que hasta en los pechos femeniles se alberga, bastaría quizá a dominar en la hija del guerrero la llama de un vergonzoso amor.


Así fue: un joven centurión romano recorrió los valles del Iregua, en busca de recursos para su gente.


Patricio valiente y libertino, acostumbrado a vencer el fiero pudor de las altivas romanas, vio a la dulce española, casta, inmaculada, como las nieves del Piqueras, pero sintiendo en su alma de virgen ese indescriptible anhelo que es el presentimiento del amor, y tanta pureza le sedujo y enamorase de ella enamorándola a su vez.


Allí, en aquella cueva, templo hasta entonces respetado; en aquella mansión, jamás hollada por la planta del hombre, y donde el sencillo pueblo camerano creía ver el sombrío escenario de mil pavorosos misterios, ocultó el romano el tesoro de su amor, y la seducida española su dicha y su vergüenza.


Bajo aquellos arcos y entre aquellas columnas que aparecían como erizadas de brillantes; a los trémulos rayos de las teas, cuya luz, descompuesta por millares de prismas, pintaba en cada objeto los colores del iris, solos, felices, olvidados de todos, vivieron algún tiempo los amantes.


Numancia, en tanto, estrechada cada vez más, exhausta de víveres y afligidos por la peste sus mermados hijos, estaba a punto de sucumbir en la terrible lucha. Aun, sin embargo, era temible aquel moribundo león; aun el águila romana lo miraba de lejos sin abatir el vuelo sobre él, y aun esquivaba sus postreras convulsiones.


Preciso era que la lucha terminase, haciendo Roma un poderoso esfuerzo, y entonces fue cuando el joven patricio, llamado al campo de los suyos, dejó en triste viudez a su adorada.


Pasaron muchos días; pero llegó al fin uno que el diezmado ejército sitiador no oyó el tímido grito de guerra del sitiado, y al volver los ojos a la ciudad invicta vio elevarse sobre ella una ancha columna de humo y fuego. Era Numancia que ardía; era el más heroico suicidio que registra la historia.


Cuando el ejército de Roma pudo penetrar en aquel montón de escombros, único resto de la ciudad conquistada, entre los apilados cadáveres vería el del valiente pelendón.


Ni un solo cautivo quedaba para el carro triunfal del vencedor.


De Numancia, solo cenizas podía llevar El Numantino.


La victoria no hace olvidar los goces del amor, y el centurión romano no olvidó a la hermosa que en la cueva lóbrega esperaba su vuelta.


Hallóla allí y se dispuso a conducirla a Roma y ella a seguirle; que aun cuando la sonrisa no asomaba a su labio y la sombra del remordimiento oscurecía a veces el dulcísimo semblante de la rubia camerana, la presencia del amado disiparía poco a poco las nubes que oscurecieran su dicha, y el blando rumor de los besos apagaría al cabo el triste gemido de los mártires, que aun repetían los ecos de la sierra.


Sentados en una de aquellas caprichosas cristalizaciones que semejan igualmente un lecho o una tumba; enlazados en amoroso abrazo hallábanse los dos momentos antes del señalado para dejar por siempre aquel oculto nido de sus amores. Pero de pronto un ruido pavoroso, igual al de cien truenos llenó su corazón de espanto y las agudas puntas de las estalactitas, cayendo sobre ellos como una nube de fechas, cubrieron para siempre sus destrozados cuerpos.


Tal es la tradición, que no atribuye a un desprendimiento casual y harto frecuente el sangriento fin de aquellos, no sé si felices o desdichados amantes.


Los manes de los numantinos vengaron, dice, su ultrajada memoria.

 

Juan Vallejo

 

 Notas biográficas sobre el autor:

Juan Vallejo Larrinaga había nacido en Soto de Cameros en mayo de 1844. Inició sus estudios en su localidad natal, para a los doce años, pasar a estudiar filosofía en el Seminario de Nobles de Vergara. Del Seminario se trasladó a Alemania donde estaban establecidos sus tíos maternos José y Bonifacio Larrinaga, y donde residiría hasta 1862. Pretendían que siguiese la carrera de Ingeniería como ellos, pero su pasión por las letras pronto le hizo abandonar.

Al volver a España retomó los estudios de Filosofía y trabajó como marino mercante entre España y Cuba, oficio que dejó en 1867 para dedicarse a su verdadera vocación, el periodismo y la literatura.

De ideales claramente republicanos, después de la Revolución Gloriosa de 1868 formó parte de las redacciones de El Solfeo y El Jaque Mate, ambos periódicos de Antonio Sánchez Pérez, además de colaborar en La República de Pablo Nogués. Fue profesor auxiliar de la Institución Libre de Enseñanza durante un breve periodo de tiempo.​ Fundó junto a José Nakens y Eduardo Sojo la publicación satírica El Motín,​ en la que trabajó hasta su muerte.​

A raíz de su participación en prensa y sus escritos fue encarcelado en la Cárcel Modelo,​ una de ellas a mediados de la década de 1880. Director de El Pueblo Español,​ fue también colaborador a comienzos de la década de 1880 de El Buñuelo, dirigida por Eduardo Lustonó,​ o de la publicación taurina La Lidia.​

Juan Vallejo falleció en Madrid en 1892

Estos datos biográficos han sido extraídos de un artículo que el mencionado, Eduardo Lustonó le dedica el 10 de julio de 1901 en la publicación Gente Vieja donde también trabajaba su hermano Mariano Vallejo.



viernes, 5 de junio de 2020

La industria del mueble en Torrecilla en Cameros (IV): La fábrica de La Huesera

En entradas anteriores, habíamos dejado la narración de esta serie de artículos a comienzos del siglo XX con la totalidad del monte o Coto Redondo de Rivabellosa en manos de los hermanos Sáenz de Tejada Moreno y su primos Albarellos Sáenz de Tejada residentes entre Torrecilla y Viguera. Era la primera piedra para el futuro negocio que se gestaría en la década siguiente.

En esta nueva entrega veremos el origen del edificio de La Huesera en el que se instalará la fábrica de muebles curvados, que reparado y reconstruido varias veces, llegaría en funcionamiento hasta 1969. Nuevamente mediante herencias y compra-ventas, recalará en manos de Alejandro Sáenz de Tejada y su familia al mismo tiempo que adquiría el monte de Rivabellosa.




Con un monte del que proveerse de madera y un edificio en el que elaborarla, ya tenemos puestas las bases para las próximas entregas.





IV - LA FÁBRICA DE LA HUESERA


En la introducción sobre la evolución industrial en Torrecilla hasta el siglo XIX, hemos mencionado como desde la década de 1830 del siglo anterior venía funcionando en el sitio denominado El Maderón un próspero molino papelero propiedad de Diego Antonio Martínez de Pinillos con una diversificación de productos: papel, papelillos de fumar o naipes. Su aparente éxito hizo que otros dos acaudalados torrecillanos, Casimiro Sorzano y Manuel José Sáenz de Tejada, decidieran asociarse y emprender el mismo camino pocos años más tarde.


Firmas de los dueños del molino de papel de La Huesera (1839)

El 31 de mayo de 1839, Casimiro Sorzano compra por 8.000 reales a Julián de Soto y González de Andía, presbítero beneficiado parroquial y poseedor del mayorazgo de San Lázaro, “todo el terreno roturado e inculto que le corresponde en posesión y propiedad titulado de La Huesera situado en esta villa y su jurisdicción, lindante a oriente y el medio día con el río de la Yregua y terreno de este común de vecinos en el que tiene unos álamos su tío el presbítero don Cleto de Soto llamada la chopera de San Lázaro y a poniente con el camino Real que dirige al Puente de Los Pradillos.” Este terreno incluía en la venta el derecho de uso de la acequia que conducía las aguas desde la ermita de San Lázaro.

Julián de Soto pone varias condiciones a la venta del terreno. En primer lugar, no podrán construir parador o posada alguna que pueda perjudicar en lo sucesivo a la casa que al frente de San Lázaro corresponde a su Mayorazgo. En segundo lugar, se debía respetar el derecho de paso de agua por esos terrenos, que junto con las provenientes del río Regatillo, y por 40 reales anuales, se había concedido a Felipe Giménez y Compañía para accionar la maquinaria que poseía en terreno próximo compuesta por una emborradera y letera.

Nos vamos a detener un instante en la pequeña acequia, fundamental para el desarrollo de este molino de papel, y que ampliada, mejorada y modernizada, lo será también para la industria de muebles que se instalará en el edifico en el futuro.

Desde que se iniciara la mecanización de la industria textil, el agua se había convertido en un bien necesario para accionar todo tipo de maquinaria. Las nuevas instalaciones se iban ubicando en los márgenes de los ríos Iregua, San Pedro o Campillo. Abundan en el Archivo Municipal y Provincial referencias a multitud de pleitos que se interponían unos empresarios contra otros por el uso y disfrute de dichas aguas. Éste no iba a ser un caso diferente pese a que aparentemente todo quedaba claro en la escritura de compra del terreno.

De inmediato debieron comenzar las obras de construcción de un ambicioso edificio por su tamaño e inversión destinado a molino papelero lo que alentó los recelos de los que, aguas arriba o abajo, utilizaban el agua del Iregua para mover sus máquinas. En apenas un mes tras la compra del terreno empiezan los pleitos con tres de estos vecinos.

El primero surgió con los dueños de la máquina de cardar e hilar lana existente cerca del llamado puente del Regatillo, con los que se había acordado en la compra del terreno, mantener el acuerdo verbal alcanzado con Julián de Soto para el paso de aguas en 40 reales por ese año, siendo en lo sucesivo los nuevos dueños Sorzano y Tejada los que lo negociarían. Debieron ver peligrar a futuro el suministro de agua al observar el tamaño del nuevo proyecto los señores Felipe Giménez, Manuel Gómez Leiva y Tomás Martínez; más aún, con el movimiento que realizaron los nuevos dueños para asegurarse el dominio de la acequia que venía desde la presa de San Lázaro.

Solicitaron al Ayuntamiento les vendiese una estrecha franja de terreno por la que discurría dicha acequia de 2 varas de ancho por 223 de largo (aproximadamente 1,7 x 190 metros). Formado el oportuno expediente municipal e informada la Diputación Provincial, se les vendió y escrituró dicho terreno el 8 de julio. Para el día 19, Giménez y Compañía presentaban una demanda en el juzgado torrecillano esgrimiendo un papel privado al que el juzgado no da validez. El asunto llegará a finales de año hasta la Audiencia de Burgos siendo favorable a los nuevos dueños del terreno.

Pero al mismo tiempo que litigaban con los señores Giménez y Compañía, habían entablado pleito también con otro competidor por las aguas, y quizás más poderoso: el lavadero de lanas de los Manso de Velasco. En palabras de Diego Ochagavía en su Historia textil riojana (Logroño, 1957): “Don León Santiago Manso, que en 1839 poseía el Lavadero de Superunda temió que las aguas del Iregua, «que en temporadas se reducen a muy poco» se le mermasen hasta el punto de hacerlas insuficientes para «lavar y regar a gusto», aun reforzando la presa, con motivo de los partidores que, sobre la orilla opuesta, construían don Casimiro Sorzano y don Manuel José Sáenz de Tejada para una fábrica de papel. Se planteaba un problema, esencial para el propietario porque «sería un dolor que por un ebento de deterioro de las Cabañas y que no lucrase el edificio por dejar de ser lavadero, pudiesen atribuir que no siendo Lavadero no tenía el derecho al agua haciendo otro establecimiento en su lugar». Era, pues, preciso asegurar su preferencia, y convenir una transacción.”

En este caso el problema radicaba directamente en el punto de captación del agua en la misma presa de San Lázaro que según declaran los propietarios: “se hallan construyendo en el Rio Yregua sobre la acequia que conduce las aguas del lavadero del Señor Dn. León Santiago Manso, una presa cortada al mismo río, desde la risca que está bajo el camino del labadero y salida de las aguas del Molino de Vicente Barrón a la entrada de la acequia del Bergel inmediato a la Hermita de San Lázaro, para la conducción de las aguas a una Fábrica de papel que han proyectado edificar en el terreno de la Huesera de esta Jurisdicción”.

Al parecer la nueva presa estaba antes que la del lavadero de lanas de los Manso de Velasco. Se llegó a un acuerdo amistoso el 24 de julio por el cual reconocían la antigüedad y prioridad de los Manso para el uso del agua en su lavadero de lanas, para el riego de sus huertas y choperas limítrofes, y en caso de necesitar más, los dueños de la fábrica de papel habrían de desportillar la suya por el lado del molino de Barrón. De igual modo, que si por cualquier circunstancia un perito determinase el perjuicio para el lavadero, se obligaban a demoler su presa. Y por último, que si desaparecía el lavadero y se construía en su lugar otra instalación, ésta heredaría la preferencia en los derechos de aguas.

Resuelto amistosamente este asunto, aún quedaba pendiente el tercer pleito, esta vez con el molino harinero de Vicente Barrón que el 17 de julio había también denunciado judicialmente la obra. En este caso, el molino de harina tenía su toma y desagüe de agua antes de la presa en construcción. En este caso el juzgado atendió la solicitud de paralización de las obras, al menos, cautelarmente. Casi un año después, la fábrica de papel estaba casi levantada, ante la falta de mano de obra cualificada se había buscado en Alcoy (Valencia) a Vicente Abad como director, pero la presa seguía paralizada. El 22 de junio de 1840, solicitan se les permitiese la continuación de la obra previa la formalización de una fianza demolitoria para “si después de concluida la referida presa resultase perjuicio al molino harinero del Vicente Barrón demolerán dicha obra por su cuenta y riesgo.” Autorizada por el juzgado, se formaliza el 18 de julio por lo que por fin ya no hay impedimentos para la puesta en marcha del negocio.

Pero el asunto judicial con el molino de Vicente Barrón no se había zanjado. El 10 de octubre, en el transcurso del procedimiento se llega a un acuerdo amistoso nombrando un perito por cada parte. Básicamente se trata de asegurar el suministro y salida del agua del molino harinero mediante la realización de un malecón de piedra por cuenta de Sorzano y Tejada y una compuerta levadiza, quienes también se responsabilizan en todo momento de su mantenimiento. 

Por otro lado, se comprometen a no elevar la presa por encima del nivel que tenía en esos momentos y se describe el curioso sistema que lo ha de atestiguar: “la presa no se podrá levantar más de lo que está en la actualidad según queda de marca en el malecón que confina con el camino de Logroño, cuya nivelación es el canto de una cruz picada en la misma pared del poniente de la casa del Mayorazgo que posee don Julián de Soto”. Quizás algún lector aventurero pueda dar con dicha cruz que debió estar grabada en la pared de la ermita de San Lázaro sobre el rio Iregua. 

El acuerdo amistoso sigue con otra serie de requisitos, en los que básicamente se trata de que el desagüe del molino no se vea dificultado por el exceso de agua almacenada si se eleva la presa.

Se hace hincapié constantemente en este documento de acuerdo amistoso en reparaciones y reconstrucciones si el agua daña la estructura. Como veremos, era, y va a ser un problema recurrente en años posteriores con el que ya contaban los dueños. 

Hay que tener en cuenta cuando hablamos de presa en esta época que no se trataba más que una simple estacada de madera y similares rellenada con cantos rodados, comúnmente conocidos como zampeado o en su riojanismo, zampiado.  La fragilidad de estas construcciones hacía que con las fuertes avenidas que sufría el Iregua hubiesen de ser reparadas, sino reconstruidas totalmente, en muchas ocasiones. El problema lo solucionarán Manuel Pascual Salcedo y Álvaro de Gortazar, descendiente de los Manso de Velasco, en los años 30 con la actual presa de hormigón.


Ermita y presa de San Lázaro
 Anuario de la Provincia de Logroño de 1915

Si nos hemos extendido en profundidad en ver como se hicieron acreedores de estos derechos es debido a que esta presa, el canal y las turbinas que en ella se instalarán van a ser fundamentales en los primeros años de la nueva fábrica de muebles para el accionamiento de su maquinaria. Sus promotores se preocuparan en años posteriores de legalizar judicialmente estos derechos de uso para evitar todos estos problemas de competencias en los aprovechamientos.

Regresando al edificio ya prácticamente construido, la obra y presupuesto del edificio debió ser de una importancia no vista hasta el momento. Se trataba de crear un ambicioso negocio desde la nada partiendo desde la misma compra del terreno. Sirva el siguiente memorial otorgado ante notario por el socio Manuel José Sáenz de Tejada a finales de 1840 para ver algunos detalles, entre ellos el gran presupuesto que manejaban.

Acababa de contraer matrimonio por tercera vez, tiene ya cinco hijos y quiere dejar aclaración notarial de la inversión que está haciendo, de sus propios bienes y de la herencia correspondiente a sus hijos menores que él administra, en la obra que está llevando a cabo en esos momentos. La transcribimos por ser bastante llamativa: “…de modo que entre éstos y aquel compusieron un capital de 280.326 reales y 7 maravedíes; cantidad que llegó a merecer su atención, concibiendo la idea de darla giro, ya porque podía producir en especulaciones, el interés capaz para sostenerse con su familia en su estado, regular y decente a su clase, y ya porque, dejándola sin dirección se hallaba continuamente expuesta a las vicisitudes consiguientes a las pasiones de aquellos hombres que producen en el mundo la inmoralidad, el vicio, y la holganza, de que por desgracia tenemos repetidos ejemplares. Que para salvar estos inconvenientes por su propio interés y por el de sus hijos menores, fijó su atención en la construcción de un edificio y fábrica de papel, que sobre un terreno no muy distante de su casa, lo consultó con ellos, y puso en ejecución su pensamiento considerándole que podía ser ventajoso ahora y en lo sucesivo…Que aunque todavía no estaba enteramente construida la obra, esperaba se lograse esto muy en breve…”

Pero el negocio que se prometía rentable visto el ejemplo del molino papelero de Pinillos y Vallejo en El Maderón, pronto dio muestras de no serlo tanto. Algo falló pronto con Vicente Abad, primer director contratado en mayo de 1840. Dejaba el cargo en enero de 1841en manos de un paisano suyo, Francisco Reig estipulándose las mismas condiciones. Tampoco iba a durar mucho en el cargo ya que para septiembre de año siguiente, es el torrecillano Francisco Torres el que asume la dirección del negocio.

Para 1844 fallece Manuel José Sáenz de Tejada dejando cinco herederos con el consiguiente problema de gestión derivado del mayor número de personas implicadas con sus propios intereses y negocios particulares. La sociedad “Sorzano y Sáenz de Tejada” que se había constituido en junio de 1841 continuó otra década en manos de los herederos hasta su disolución a comienzos de 1854, sin alcanzar una rentabilidad esperada. Se optó por la solución más sencilla a priori, el arrendamiento de la fábrica y su maquinaria para la explotación por un tercero. El 16 de marzo de 1854 se alquilaba a Juan Manuel Sorzano por tres años y en 6.000 reales cada uno. Concluido éste contrato, ya fallecido también Casimiro Sorzano, se alquila a Pedro Sorzano por cuatro años. El 10 de noviembre de 1861 vuelve a ser arrendado al mismo Pedro Sorzano por otros cuatro años y en 1.500 reales.

En este último contrato ya son nueve los herederos y la renta anual ha bajado considerablemente, lo que nos puede indicar lo poco rentable del negocio si lo comparamos con el capital invertido en 1839, y la dificultad para recuperar la inversión. Una muestra más del declive industrial generalizado en el que vivía la sierra riojana a finales del XIX que ya hemos comentado.

Fábrica de La Huesera, años 60.

En años posteriores el negocio de fabricación de papel cesa por completo ante la nula rentabilidad. La inexistencia de negocios que instalar en deja el edificio en una situación de abandono. De la importancia del edificio, el mayor de esas características, y su infrautilización, puede dar muestra el acuerdo del Ayuntamiento el 17 de marzo de 1894 siendo alcalde de Torrecilla don José Martínez de Pinillos.

Teniendo noticias de las gestiones del Ministerio de la Guerra para comprar o alquilar en Granada un edificio para la fabricación de telas para el Ejército, el pleno municipal acordó: “proponer para este servicio la fábrica que existe en esta localidad de la pertenencia de los señores Sorzano y Tejada, y que reúne el salto de agua y demás condiciones suficientes para el objeto que el Estado se propone”. A tal objeto se remitió carta a don Práxedes Mateo-Sagasta, por entonces Presidente del Gobierno, para que intermediara con el Ministro de la Guerra.

Decía el diario La Rioja el 29 de marzo: “Bien necesita Torrecilla el apoyo de los poderes públicos y si no se ha extinguido en el señor Sagasta aquel sentimiento que expresaba hace diez años al ver desiertos los alegres corrales y en silencio las bulliciosas fábricas que le encantaban en sus primeros años, es seguro que ha de apoyar al digno Ayuntamiento”. Añadimos estas palabras puestas por La Rioja en boca de Sagasta en aquella visita de septiembre de 1884 a su pueblo natal evocando sus años de infancia, para poner nuevamente en valor la afirmación anterior de la rampante decadencia industrial en la que se hallaba Torrecilla en la segunda mitad del siglo XIX.

Ni siquiera, la influencia ante todo un Presidente del Gobierno de la Nación debió ser suficiente ante los muchos intereses que rodeaban estas concesiones estatales, siendo las gestiones infructuosas en esta ocasión. El edificio permaneció en los siguientes años en un estado de semiabandono.

Nuevamente, como en el caso de Rivabellosa, herencias, matrimonios o compra-ventas, hacen que la propiedad se divida y reconcentre de forma difícilmente narrable sin ser tediosa para el lector de este artículo. De cualquier modo, una de esas partes recayó en Teresa Castells Angulo, esposa de Alejandro Sáenz de Tejada, como sobrina y única heredera de su tía Micaela Ángela Angulo Sáenz de Tejada, nieta del fundador Manuel José Sáenz de Tejada.

El 20 de octubre de 1917 en la escritura de aceptación de la herencia se describe el edificio como “… edificio sito en esta villa y término de la Huesera, a los márgenes del rio Iregua, anteriormente destinado a la fabricación de papel y en la actualidad a la fabricación de maderas con su maquinaria y artefactos, acequia, derechos de aguas y demás agregados y pertenecías señalado con el número 18. Consta de tres pisos incluso el firme, titulado de los Señores Sorzano y Tejada, lindante por la derecha entrando en él a la huerta de los herederos de don Casimiro Sorzano, por la izquierda a terreno de servicio común a dicho edificio y al molino harinero de la misma procedencia, y por detrás al camino que del Portillo de Concejo conduce al ramal de esta villa que dirige a la carretera de Logroño a Soria”.

Tendremos ocasión en posteriores artículos de ver como la familia Sáenz de Tejada y Castells se van a hacer con la totalidad del edificio por compras o permutas, de tal modo que cuando arranque el proyecto más ambicioso de los que emprenderán en años venideros: la fábrica de muebles curvados, ya controlarán todo el edificio y la totalidad del monte de Rivabellosa, aún en copropiedad junto a sus primos.

Para ello aún falta un poco más. Dedicaré la próxima entrega a describir la Torrecilla de 1917, año en el que arranca al fin la historia de la Industria de la Madera en Torrecilla en Cameros.


David Pardo García
pardodavid77@yahoo.es