Si hay algo íntimamente ligado a Torrecilla en Cameros es su Cueva Lóbrega. Sin duda el paraje en donde se enclava, su tamaño, la mayor o menor importancia de sus formaciones geológicas, o su indudable atractivo turístico para los amantes de la espeleología, son una buena e ineludible excusa para la oportuna visita. Pero hay otro aspecto que la liga de forma todavía más fuerte con Torrecilla y sus gentes, su ocupación como hábitat por aquellos primitivos cazadores y recolectores que poblaban y sobrevivían a su resguardo.
Serán los descendientes de estos primitivos cameranos los que, con el
transcurrir de los siglos, abandonarán la protección natural de esta y otras
cuevas en las escarpadas paredes calizas y se irán asentando en las riberas del
Iregua dando paso a las primitivas villas. Este cambio que duraría siglos es
estudiado por arqueólogos e historiadores con la ayuda de los restos materiales
que estos hombres de edades pretéritas dejaron en sus primitivas moradas.
La cueva debió estar presente en el día a día de los habitantes de
Torrecilla desde los primeros momentos de la villa. Fue refugio ocasional o
temporal de ganados, pastores y transeúntes, entre los que no debieron faltar
gentes de mala vida que encontraban cobijo fuera de los ojos de las justicias
locales.
Con el movimiento de la Ilustración del XVIII se comenzó a ver la naturaleza con otros ojos más allá de una fuente de recursos. La exploración, los descubrimientos, la catalogación de especies, se empezaron a hacer de forma más rigurosa y metódica. Entre estos primitivos científicos no faltaban los aventureros exploradores como el arquitecto logroñés Juan Antonio de Oteyza. En verano de 1786, mientras se encontraba dirigiendo unas obras en el convento de San Francisco, se adentró en Cueva Lóbrega dando una primera y somera descripción de lo allí existente publicándolo en la Gaceta de Madrid, antecedente del hoy Boletín Oficial del Estado.
No vamos a entrar en este artículo a discernir sobre las excavaciones que
desde mediados del XIX se fueron sucediendo con poca fortuna dado lo poco
avanzado de la técnica arqueológica en aquellos tiempos. Estas excavaciones y
sus interpretaciones posteriores han dado lugar a una amplia literatura sobre
el hábitat antiguo de Cueva Lóbrega. Mencionemos sólo de pasada aquella primera excavación llevada a cabo por el francés Louis Lartet en 1866, auxiliado por el riojano Dr. Zubía, en la que apareció un cráneo humano, y que bien pudo servir de inspiración al autor unos años más tarde para el desenlace de la historia que aquí traemos.
Lo que hoy nos ocupa, poco tiene que ver con arqueología o
espeleología, más bien con la literatura, en concreto, con la hoy de moda novela
histórica. En esta ocasión quiero trasladar una bonita historia con la que me
topé recientemente revisando periódicos y publicaciones antiguas.
El jueves 3 de abril de 1875, en su número 8, publicaba el diario El Globo un artículo del soteño Juan Vallejo, del que al final daremos unas breves notas biográficas. Era un diario recientemente fundado por Emilio Castelar, de ideología abiertamente republicana, como la del autor del artículo que nos ocupa.
El articulista utiliza el momento histórico de la guerra numantina (143-133 a.C.) para tejer un microrelato situándolo entorno a Cueva Lóbrega, que según el mismo, “es el lugar en que la tradición coloca el teatro de un antiguo y trágico episodio”.
Pese a aseverar que es una
historia que en los Cameros es conocida, yo nunca antes la había escuchado
entre los mayores de la familia. Más bien parece un relato ensalzando los
valores de la patria aprovechando un pasado glorioso, independiente al poderoso
invasor, de héroes nacionales, típico del movimiento cultural nacionalista de
finales del XIX que recorrió Europa. Surgen los héroes nacionales como
Vercingétorix en Francia, Boudica en Gran Bretaña, Arminio en Alemania, y por
supuesto nuestro Viriato. Todos ellos son autores de grandes gestas contra el
opresor romano, que necesariamente termina con la muerte y glorificación del
héroe nacional.
En el marco de las postrimerías de las guerras celtíberas, la historia de Numancia y su trágico final es suficientemente conocida. Se había convertido en una piedra en las caligae romanas que aguantaba todo tipo de asaltos durante diez años. Harta ya Roma, que podía perder batallas pero nunca había perdido una guerra, decidió mandar a Publio Cornelio Escipión Emiliano, aquel que había conquistado y destruido definitivamente Cartago y nieto adoptivo de otro Publio Cornelio Escipión, el vencedor de Anibal en Zama.
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Numancia, de Alejo Vera y Estaca (1881) |
Decidido a cambiar de estrategia,
se optó por un asedio total que acabaría en unos meses con el suicidio de sus
habitantes ante lo que les esperaba con la inminente caída de la ciudad. En
este periodo histórico se centra la narración que sigue.
Sin duda el señor Vallejo debía
conocer la cueva y su entorno, aunque como veremos, no tenía muy buena opinión
de Torrecilla, tal y como narra al comienzo de su artículo. Pese a ello,
démosle un voto de confianza y leamos su historia con los ojos del siglo XIX,
ya que se mezclan todo tipo de tópicos y recursos literarios que hoy nos son
ajenos.
LA
CUEVA LÓBREGA
En la
provincia de Logroño, al S.O. de la capital, y en la parte de la sierra llamada
Camero Nuevo, encuéntrase
situada la pequeña población de Torrecilla.
Báñala
el Iregua, que nace en el célebre pozo Urbión, y que, después de fertilizar los
pintorescos valles de
Viguera y Nalda, rinde tributo al caudaloso Ebro, cerca de la aldea y cuna de
Zurbano, lamiendo las tapias de la Fombera, grato
retiro del general Espartero.
Nada de
notable encierra en sí Torrecilla, pues ni sus
fábricas de papel alcanzan el grado de perfección que hoy esta industria
requiere, ni su escasa agricultura y limitado comercio pueden comunicarle ese
movimiento especial de los pueblos verdaderamente ricos.
Pero si
la villa nada contiene digno de llamar la atención
del viajero, el campo que la rodea ofrece a cada
paso, no solo hermosísimos paisajes, sino que también
algunos, como la cueva
lóbrega, verdaderas maravillas.
En la
margen izquierda del río, y a un cuarto de
legua
del pueblo, elévase un escarpado monte, en cuya
falda, y a bastante altura, se ve un agujero, al que
conduce una difícil y peligrosa senda. Es la entrada
a la cueva
lóbrega.
Una vez
franqueado el estrecho paso, olvídanse las
penalidades de la ascensión ante las bellezas que a
la vista aparecen. Atrevidos arcos, esbeltas columnas,
sitiales y lechos, tumbas y altares, flores y estatuas, en que la naturaleza ha
sobrepujado al arte, y la constante gota de agua vencido al más
hábil cincel; todo despidiendo, como un inmenso brillante, vivísimos reflejos,
y destacándose iluminado sobre el negro fondo de la
gruta: tal es el espectáculo que la cueva, ofrece al
visitante.
No es,
sin embargo, mi ánimo hacer una circunstanciada descripción de la cueva lóbrega, ni al
nombrarla
la tomé como objeto principal de este artículo,
sino solamente como el lugar en que la tradición
coloca el teatro de un antiguo y trágico episodio.
Hele
aquí tal como en Cameros se relata:
Las
legiones de Roma, mandadas por Escipión cercaban a
Numancia, cuyos antiguos auxiliares, los que en los primeros sitios le hablan
poderosamente favorecido, no osaban ya combatir al romano.
Los
mismos cameranos, aquellos bravos pelendones,
que, fieles a la amistad jurada, rompían una y cien veces el apretado
cerco para llevar a los numantinos víveres, armas y hasta valerosos defensores,
dominados al cabo por las numerosas legiones enemigas, velan, maldiciendo su
impotencia, la esterilidad de sus pasados esfuerzos, y asistían mudos de
asombro al grandioso espectáculo que ofrece siempre la agonía de un pueblo.
Un
solo pelendón, un solo
bandolero y pastor como Viriato, lleno de indomable amor a la independencia
como el héroe lusitano, y como él dispuesto al sacrificio, prefirió sucumbir entre
las ruinas de Numancia a presenciar resignado el triunfo del extranjero. Pero
al partir para la ciudad sitiada donde le esperaba la muerte, los ojos del camerano
se habían llenado de lágrimas y su valor desfallecido un instante.
Era
que allí, bajo aquel techo que no volvería a ver jamás, quedaba su hija única, su
vida, su gloria, el alma de su alma.
Y
con razón lloraba el valiente amigo de Numancia, pues no era la muerte el mayor
de los males que le amenazaban al partir: que el águila romana, al tender su
vuelo sobre la sierra, vería acaso el nido de la blanca paloma y fijaría en
ella su poderosa mirada.
Ni
el sagrado recuerdo del anciano padre combatiendo por la patria, ni el odio
innato al opresor que hasta en los pechos femeniles se alberga, bastaría quizá a
dominar en la hija del guerrero la llama de un vergonzoso amor.
Así
fue: un joven centurión romano recorrió los valles del Iregua, en busca de
recursos para su gente.
Patricio
valiente y libertino, acostumbrado a vencer el fiero pudor de las altivas
romanas, vio a la dulce española, casta, inmaculada, como las nieves del Piqueras,
pero sintiendo en su alma de virgen ese indescriptible anhelo que es el
presentimiento del amor, y tanta pureza le sedujo y enamorase de ella
enamorándola a su vez.
Allí,
en aquella cueva, templo hasta entonces respetado; en aquella mansión, jamás
hollada por la planta del hombre, y donde el sencillo pueblo camerano creía ver
el sombrío escenario de mil pavorosos misterios, ocultó el romano el tesoro de su
amor, y la seducida española su dicha y su vergüenza.
Bajo
aquellos arcos y entre aquellas columnas que aparecían como erizadas de
brillantes; a los trémulos rayos de las teas, cuya luz, descompuesta por millares
de prismas, pintaba en cada objeto los colores del iris, solos, felices,
olvidados de todos, vivieron algún tiempo los amantes.
Numancia,
en tanto, estrechada cada vez más, exhausta de víveres y afligidos por la peste
sus mermados hijos, estaba a punto de sucumbir en la terrible lucha. Aun, sin
embargo, era temible aquel moribundo león; aun el águila romana lo miraba de
lejos sin abatir el vuelo sobre él, y aun esquivaba sus postreras convulsiones.
Preciso
era que la lucha terminase, haciendo Roma un poderoso esfuerzo, y entonces fue
cuando el joven patricio, llamado al campo de los suyos, dejó en triste viudez
a su adorada.
Pasaron
muchos días; pero llegó al fin uno que el diezmado ejército sitiador no oyó el
tímido grito de guerra del sitiado, y al volver los ojos a la ciudad invicta
vio elevarse sobre ella una ancha columna de humo y fuego. Era Numancia que ardía;
era el más heroico suicidio que registra la historia.
Cuando
el ejército de Roma pudo penetrar en aquel montón de escombros, único resto de
la ciudad conquistada, entre los apilados cadáveres vería el del valiente pelendón.
Ni
un solo cautivo quedaba para el carro triunfal del vencedor.
De
Numancia, solo cenizas podía llevar El
Numantino.
La
victoria no hace olvidar los goces del amor, y el centurión romano no olvidó a
la hermosa que en la cueva lóbrega esperaba su vuelta.
Hallóla
allí y se dispuso a conducirla a Roma y ella a seguirle; que aun cuando la
sonrisa no asomaba a su labio y la sombra del remordimiento oscurecía a veces
el dulcísimo semblante de la rubia camerana, la presencia del amado disiparía
poco a poco las nubes que oscurecieran su dicha, y el blando rumor de los besos
apagaría al cabo el triste gemido de los mártires, que aun repetían los ecos de
la sierra.
Sentados
en una de aquellas caprichosas cristalizaciones que semejan igualmente un lecho
o una tumba; enlazados en amoroso abrazo hallábanse los dos momentos antes del
señalado para dejar por siempre aquel oculto nido de sus amores. Pero de pronto
un ruido pavoroso, igual al de cien truenos llenó su corazón de espanto y las
agudas puntas de las estalactitas, cayendo sobre ellos como una nube de fechas,
cubrieron para siempre sus destrozados cuerpos.
Tal
es la tradición, que no atribuye a un desprendimiento casual y harto frecuente
el sangriento fin de aquellos, no sé si felices o desdichados amantes.
Los
manes de los numantinos vengaron, dice, su ultrajada memoria.
Juan
Vallejo
Juan Vallejo Larrinaga había
nacido en Soto de Cameros en mayo de 1844. Inició sus estudios en su localidad
natal, para a los doce años, pasar a estudiar filosofía en el Seminario de
Nobles de Vergara. Del Seminario se trasladó a Alemania donde estaban
establecidos sus tíos maternos José y Bonifacio Larrinaga, y donde residiría
hasta 1862. Pretendían que siguiese la carrera de Ingeniería como ellos, pero
su pasión por las letras pronto le hizo abandonar.
Al volver a España retomó los
estudios de Filosofía y trabajó como marino mercante entre España y Cuba,
oficio que dejó en 1867 para dedicarse a su verdadera vocación, el periodismo y
la literatura.
De ideales claramente
republicanos, después de la Revolución Gloriosa de 1868 formó parte de las
redacciones de El Solfeo y El Jaque Mate, ambos periódicos de Antonio Sánchez
Pérez, además de colaborar en La República de Pablo Nogués. Fue profesor
auxiliar de la Institución Libre de Enseñanza durante un breve periodo de
tiempo. Fundó junto a José Nakens y Eduardo Sojo la publicación satírica El
Motín, en la que trabajó hasta su muerte.
A raíz de su participación en
prensa y sus escritos fue encarcelado en la Cárcel Modelo, una de ellas a mediados
de la década de 1880. Director de El Pueblo Español, fue también colaborador a
comienzos de la década de 1880 de El Buñuelo, dirigida por Eduardo Lustonó, o
de la publicación taurina La Lidia.
Juan Vallejo falleció en Madrid
en 1892
Estos datos biográficos han sido
extraídos de un artículo que el mencionado, Eduardo Lustonó le dedica el 10 de
julio de 1901 en la publicación Gente
Vieja donde también trabajaba su hermano Mariano Vallejo.
David: Estupendo relato que me ha llevado a reflexionar sobre la formación del concepto de pueblo y nación tan subjetivo. Acabo de leer el libro de Henry Kamen "La invencion de España". Muy interesante y fácil de leer. Una de las conclusiones para mi es que toda nación ha montado su historia en bases documentales pero también en mitos que se han ido conformando a lo largo de la trayectoria de sus dirigentes, intelectuales y a la conveniencia de algunos. Así Pelayo, Viriato, Numancia, Sagunto, Fernando e Isabel y otros más con los Austrias y Borbones. forman parte del imaginario de nuestra nación. Enhorabuena or sacar a la luz estos relatos complementan las historia de un pueblo.
ResponderEliminarEsta vez creo que he conseguido publicar el comentario. Anteriormente no me salió acerca de La Huesera
ResponderEliminarUn abrazo para todos