Un repaso a la historia, vida y tradiciones de nuestros antepasados.

sábado, 20 de junio de 2020

Una de romanos en Torrecilla

Si hay algo íntimamente ligado a Torrecilla en Cameros es su Cueva Lóbrega. Sin duda el paraje en donde se enclava, su tamaño, la mayor o menor importancia de sus formaciones geológicas, o su indudable atractivo turístico para los amantes de la espeleología, son una buena e ineludible excusa para la oportuna visita. Pero hay otro aspecto que la liga de forma todavía más fuerte con Torrecilla y sus gentes, su ocupación como hábitat por aquellos primitivos cazadores y recolectores que poblaban y sobrevivían a su resguardo.

Serán los descendientes de estos primitivos cameranos los que, con el transcurrir de los siglos, abandonarán la protección natural de esta y otras cuevas en las escarpadas paredes calizas y se irán asentando en las riberas del Iregua dando paso a las primitivas villas. Este cambio que duraría siglos es estudiado por arqueólogos e historiadores con la ayuda de los restos materiales que estos hombres de edades pretéritas dejaron en sus primitivas moradas.

La cueva debió estar presente en el día a día de los habitantes de Torrecilla desde los primeros momentos de la villa. Fue refugio ocasional o temporal de ganados, pastores y transeúntes, entre los que no debieron faltar gentes de mala vida que encontraban cobijo fuera de los ojos de las justicias locales.

Con el movimiento de la Ilustración del XVIII se comenzó a ver la naturaleza con otros ojos más allá de una fuente de recursos. La exploración, los descubrimientos, la catalogación de especies, se empezaron a hacer de forma más rigurosa y metódica. Entre estos primitivos científicos no faltaban los aventureros exploradores como el arquitecto logroñés Juan Antonio de Oteyza. En verano de 1786, mientras se encontraba dirigiendo unas obras en el convento de San Francisco, se adentró en Cueva Lóbrega dando una primera y somera descripción de lo allí existente publicándolo en la Gaceta de Madrid, antecedente del hoy Boletín Oficial del Estado.  

No vamos a entrar en este artículo a discernir sobre las excavaciones que desde mediados del XIX se fueron sucediendo con poca fortuna dado lo poco avanzado de la técnica arqueológica en aquellos tiempos. Estas excavaciones y sus interpretaciones posteriores han dado lugar a una amplia literatura sobre el hábitat antiguo de Cueva Lóbrega. Mencionemos sólo de pasada aquella primera excavación llevada a cabo por el francés Louis Lartet en 1866, auxiliado por el riojano Dr. Zubía, en la que apareció un cráneo humano, y que bien pudo servir de inspiración al autor unos años más tarde para el desenlace de la historia que aquí traemos.

Lo que hoy nos ocupa, poco tiene que ver con arqueología o espeleología, más bien con la literatura, en concreto, con la hoy de moda novela histórica. En esta ocasión quiero trasladar una bonita historia con la que me topé recientemente revisando periódicos y publicaciones antiguas.

El jueves 3 de abril de 1875, en su número 8, publicaba el diario El Globo un artículo del soteño Juan Vallejo, del que al final daremos unas breves notas biográficas. Era un diario recientemente fundado por Emilio Castelar, de ideología abiertamente republicana, como la del autor del artículo que nos ocupa.

El articulista utiliza el momento histórico de la guerra numantina (143-133 a.C.) para tejer un microrelato situándolo entorno a Cueva Lóbrega, que según el mismo, “es el lugar en que la tradición coloca el teatro de un antiguo y trágico episodio”.

Pese a aseverar que es una historia que en los Cameros es conocida, yo nunca antes la había escuchado entre los mayores de la familia. Más bien parece un relato ensalzando los valores de la patria aprovechando un pasado glorioso, independiente al poderoso invasor, de héroes nacionales, típico del movimiento cultural nacionalista de finales del XIX que recorrió Europa. Surgen los héroes nacionales como Vercingétorix en Francia, Boudica en Gran Bretaña, Arminio en Alemania, y por supuesto nuestro Viriato. Todos ellos son autores de grandes gestas contra el opresor romano, que necesariamente termina con la muerte y glorificación del héroe nacional.

En el marco de las postrimerías de las guerras celtíberas, la historia de Numancia y su trágico final es suficientemente conocida. Se había convertido en una piedra en las caligae romanas que aguantaba todo tipo de asaltos durante diez años. Harta ya Roma, que podía perder batallas pero nunca había perdido una guerra, decidió mandar a Publio Cornelio Escipión Emiliano, aquel que había conquistado y destruido definitivamente Cartago y nieto adoptivo de otro Publio Cornelio Escipión, el vencedor de Anibal en Zama.

Numancia, de Alejo Vera y Estaca (1881)

Decidido a cambiar de estrategia, se optó por un asedio total que acabaría en unos meses con el suicidio de sus habitantes ante lo que les esperaba con la inminente caída de la ciudad. En este periodo histórico se centra la narración que sigue.

Sin duda el señor Vallejo debía conocer la cueva y su entorno, aunque como veremos, no tenía muy buena opinión de Torrecilla, tal y como narra al comienzo de su artículo. Pese a ello, démosle un voto de confianza y leamos su historia con los ojos del siglo XIX, ya que se mezclan todo tipo de tópicos y recursos literarios que hoy nos son ajenos.

 

LA CUEVA LÓBREGA

En la provincia de Logroño, al S.O. de la capital, y en la parte de la sierra llamada Camero Nuevo, encuéntrase situada la pequeña población de Torrecilla.

Báñala el Iregua, que nace en el célebre pozo Urbión, y que, después de fertilizar los pintorescos valles de Viguera y Nalda, rinde tributo al caudaloso Ebro, cerca de la aldea y cuna de Zurbano, lamiendo las tapias de la Fombera, grato retiro del general Espartero.

Nada de notable encierra en sí Torrecilla, pues ni sus fábricas de papel alcanzan el grado de perfección que hoy esta industria requiere, ni su escasa agricultura y limitado comercio pueden comunicarle ese movimiento especial de los pueblos verdaderamente ricos.

Pero si la villa nada contiene digno de llamar la atención del viajero, el campo que la rodea ofrece a cada paso, no solo hermosísimos paisajes, sino que también algunos, como la cueva lóbrega, verdaderas maravillas.

En la margen izquierda del río, y a un cuarto de legua del pueblo, elévase un escarpado monte, en cuya falda, y a bastante altura, se ve un agujero, al que conduce una difícil y peligrosa senda. Es la entrada a la cueva lóbrega.

Una vez franqueado el estrecho paso, olvídanse las penalidades de la ascensión ante las bellezas que a la vista aparecen. Atrevidos arcos, esbeltas columnas, sitiales y lechos, tumbas y altares, flores y estatuas, en que la naturaleza ha sobrepujado al arte, y la constante gota de agua vencido al más hábil cincel; todo despidiendo, como un inmenso brillante, vivísimos reflejos, y destacándose iluminado sobre el negro fondo de la gruta: tal es el espectáculo que la cueva, ofrece al visitante.

No es, sin embargo, mi ánimo hacer una circunstanciada descripción de la cueva lóbrega, ni al nombrarla la tomé como objeto principal de este artículo, sino solamente como el lugar en que la tradición coloca el teatro de un antiguo y trágico episodio.

Hele aquí tal como en Cameros se relata:

Las legiones de Roma, mandadas por Escipión cercaban a Numancia, cuyos antiguos auxiliares, los que en los primeros sitios le hablan poderosamente favorecido, no osaban ya combatir al romano.


Los mismos cameranos, aquellos bravos pelendones, que, fieles a la amistad jurada, rompían una y cien veces el apretado cerco para llevar a los numantinos víveres, armas y hasta valerosos defensores, dominados al cabo por las numerosas legiones enemigas, velan, maldiciendo su impotencia, la esterilidad de sus pasados esfuerzos, y asistían mudos de asombro al grandioso espectáculo que ofrece siempre la agonía de un pueblo.


Un solo pelendón, un solo bandolero y pastor como Viriato, lleno de indomable amor a la independencia como el héroe lusitano, y como él dispuesto al sacrificio, prefirió sucumbir entre las ruinas de Numancia a presenciar resignado el triunfo del extranjero. Pero al partir para la ciudad sitiada donde le esperaba la muerte, los ojos del camerano se habían llenado de lágrimas y su valor desfallecido un instante.


Era que allí, bajo aquel techo que no volvería a ver jamás, quedaba su hija única, su vida, su gloria, el alma de su alma.


Y con razón lloraba el valiente amigo de Numancia, pues no era la muerte el mayor de los males que le amenazaban al partir: que el águila romana, al tender su vuelo sobre la sierra, vería acaso el nido de la blanca paloma y fijaría en ella su poderosa mirada.


Ni el sagrado recuerdo del anciano padre combatiendo por la patria, ni el odio innato al opresor que hasta en los pechos femeniles se alberga, bastaría quizá a dominar en la hija del guerrero la llama de un vergonzoso amor.


Así fue: un joven centurión romano recorrió los valles del Iregua, en busca de recursos para su gente.


Patricio valiente y libertino, acostumbrado a vencer el fiero pudor de las altivas romanas, vio a la dulce española, casta, inmaculada, como las nieves del Piqueras, pero sintiendo en su alma de virgen ese indescriptible anhelo que es el presentimiento del amor, y tanta pureza le sedujo y enamorase de ella enamorándola a su vez.


Allí, en aquella cueva, templo hasta entonces respetado; en aquella mansión, jamás hollada por la planta del hombre, y donde el sencillo pueblo camerano creía ver el sombrío escenario de mil pavorosos misterios, ocultó el romano el tesoro de su amor, y la seducida española su dicha y su vergüenza.


Bajo aquellos arcos y entre aquellas columnas que aparecían como erizadas de brillantes; a los trémulos rayos de las teas, cuya luz, descompuesta por millares de prismas, pintaba en cada objeto los colores del iris, solos, felices, olvidados de todos, vivieron algún tiempo los amantes.


Numancia, en tanto, estrechada cada vez más, exhausta de víveres y afligidos por la peste sus mermados hijos, estaba a punto de sucumbir en la terrible lucha. Aun, sin embargo, era temible aquel moribundo león; aun el águila romana lo miraba de lejos sin abatir el vuelo sobre él, y aun esquivaba sus postreras convulsiones.


Preciso era que la lucha terminase, haciendo Roma un poderoso esfuerzo, y entonces fue cuando el joven patricio, llamado al campo de los suyos, dejó en triste viudez a su adorada.


Pasaron muchos días; pero llegó al fin uno que el diezmado ejército sitiador no oyó el tímido grito de guerra del sitiado, y al volver los ojos a la ciudad invicta vio elevarse sobre ella una ancha columna de humo y fuego. Era Numancia que ardía; era el más heroico suicidio que registra la historia.


Cuando el ejército de Roma pudo penetrar en aquel montón de escombros, único resto de la ciudad conquistada, entre los apilados cadáveres vería el del valiente pelendón.


Ni un solo cautivo quedaba para el carro triunfal del vencedor.


De Numancia, solo cenizas podía llevar El Numantino.


La victoria no hace olvidar los goces del amor, y el centurión romano no olvidó a la hermosa que en la cueva lóbrega esperaba su vuelta.


Hallóla allí y se dispuso a conducirla a Roma y ella a seguirle; que aun cuando la sonrisa no asomaba a su labio y la sombra del remordimiento oscurecía a veces el dulcísimo semblante de la rubia camerana, la presencia del amado disiparía poco a poco las nubes que oscurecieran su dicha, y el blando rumor de los besos apagaría al cabo el triste gemido de los mártires, que aun repetían los ecos de la sierra.


Sentados en una de aquellas caprichosas cristalizaciones que semejan igualmente un lecho o una tumba; enlazados en amoroso abrazo hallábanse los dos momentos antes del señalado para dejar por siempre aquel oculto nido de sus amores. Pero de pronto un ruido pavoroso, igual al de cien truenos llenó su corazón de espanto y las agudas puntas de las estalactitas, cayendo sobre ellos como una nube de fechas, cubrieron para siempre sus destrozados cuerpos.


Tal es la tradición, que no atribuye a un desprendimiento casual y harto frecuente el sangriento fin de aquellos, no sé si felices o desdichados amantes.


Los manes de los numantinos vengaron, dice, su ultrajada memoria.

 

Juan Vallejo

 

 Notas biográficas sobre el autor:

Juan Vallejo Larrinaga había nacido en Soto de Cameros en mayo de 1844. Inició sus estudios en su localidad natal, para a los doce años, pasar a estudiar filosofía en el Seminario de Nobles de Vergara. Del Seminario se trasladó a Alemania donde estaban establecidos sus tíos maternos José y Bonifacio Larrinaga, y donde residiría hasta 1862. Pretendían que siguiese la carrera de Ingeniería como ellos, pero su pasión por las letras pronto le hizo abandonar.

Al volver a España retomó los estudios de Filosofía y trabajó como marino mercante entre España y Cuba, oficio que dejó en 1867 para dedicarse a su verdadera vocación, el periodismo y la literatura.

De ideales claramente republicanos, después de la Revolución Gloriosa de 1868 formó parte de las redacciones de El Solfeo y El Jaque Mate, ambos periódicos de Antonio Sánchez Pérez, además de colaborar en La República de Pablo Nogués. Fue profesor auxiliar de la Institución Libre de Enseñanza durante un breve periodo de tiempo.​ Fundó junto a José Nakens y Eduardo Sojo la publicación satírica El Motín,​ en la que trabajó hasta su muerte.​

A raíz de su participación en prensa y sus escritos fue encarcelado en la Cárcel Modelo,​ una de ellas a mediados de la década de 1880. Director de El Pueblo Español,​ fue también colaborador a comienzos de la década de 1880 de El Buñuelo, dirigida por Eduardo Lustonó,​ o de la publicación taurina La Lidia.​

Juan Vallejo falleció en Madrid en 1892

Estos datos biográficos han sido extraídos de un artículo que el mencionado, Eduardo Lustonó le dedica el 10 de julio de 1901 en la publicación Gente Vieja donde también trabajaba su hermano Mariano Vallejo.



2 comentarios:

  1. David: Estupendo relato que me ha llevado a reflexionar sobre la formación del concepto de pueblo y nación tan subjetivo. Acabo de leer el libro de Henry Kamen "La invencion de España". Muy interesante y fácil de leer. Una de las conclusiones para mi es que toda nación ha montado su historia en bases documentales pero también en mitos que se han ido conformando a lo largo de la trayectoria de sus dirigentes, intelectuales y a la conveniencia de algunos. Así Pelayo, Viriato, Numancia, Sagunto, Fernando e Isabel y otros más con los Austrias y Borbones. forman parte del imaginario de nuestra nación. Enhorabuena or sacar a la luz estos relatos complementan las historia de un pueblo.

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  2. Esta vez creo que he conseguido publicar el comentario. Anteriormente no me salió acerca de La Huesera
    Un abrazo para todos

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